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Esther Díaz y la aventura de coger en un cinco estrellas

por Revista Cítrica
Fotos: Rodrigo Ruiz
22 de septiembre de 2025

Un capítulo de Una filosofía de la vejez, de la filósofa y docente Esther Díaz, que escribe contra los prejuicios sobre esa edad y narra historias propias y ajenas. Acá, cuando tuvo sexo ocasional, a sus 73 años, en el Llao Llao.  

¿Hotel cinco estrellas? Durante gran parte de mi vida ni sabía que existiera algo así. Mejor dicho, lo intuía vagamente por ciertas imágenes de divas y galanes del espectáculo. En tiempos en los que no había televisión y menos aún digitalidad, las maravillas del mundo del glamour me llegaban por revistas de papel, como Radiolandia o Antena, o, más vívidamente, por el cine, que solo se miraba en salas sobre pantallas que cada vez se agrandaban más: cinemas-cope y panorámicas que habían derivado del blanco y negro al color, de la mudez al sonido.

Se veían hoteles lujosos, con señores de frac y galera abriendo las puertas de los autos, con varios muchachos solícitos y abotonados que cargaban los equipajes y los transportaban por escaleras de mármol y galerías de espejos interminables. Se abrían puertas dobles que mostraban sillones mullidos, cortinas agitadas por el viento, camas increíblemente grandes y teléfonos blancos en mesitas de luz rosadas. Toda una rareza en épocas en las que los teléfonos fijos (¡bah!, los únicos que había) eran negros y las mesitas de luz, color madera.

En mi casa no teníamos, recién a mis treinta años tuve el primer teléfono (fijo, obvio, el único celular que existía era el zapatófono del Superagente 86). Fue cuando hui del cercano
oeste conurbano y me instalé en el barrio porteño de San Telmo. Pero había visto teléfonos en la dirección del colegio, en los consultorios médicos, en casa de algún vecino rico y los que mostraban las películas. Todos negros. Excepto el de alguna estrella de entonces --como Zully Moreno-- y los de esos hoteles prodigiosos reflejados en las pantallas del cine Petit Palace, a media cuadra de la estación Ituzaingó, del Ferrocarril del Oeste, actual Sarmiento.

Ahora me pregunto, ¿se llamarían en aquel entonces cinco estrellas? Sea como fuere, nunca hubiera podido acceder a ellos. Los miraba como quien mira el Aconcagua de lejos, sublime e inalcanzable. Ni reparaba si a los hoteles se los clasificaba por estrellas. Hasta que a mis sesenta años un compañero, docente de posgrado, me comentó que se iría de viaje, ya ni sé adónde, con su señora. Se alojarían en un hotel cinco estrellas. Observé en silencio su traje algo raído, su portafolio deshilachado, sus zapatos que, evidentemente, no eran de diseño; en fin, un profesor más, como yo, docente, clase media con esfuerzo, pero se refugiaba en un hotel de categoría, ¿y por qué yo no?

Unos meses más tarde, intentaba arrancarme del corazón una flecha venenosa. Pues años antes Cupido me había lanzado su agridulce flechita --cuando me enamoré de Roberto--, pero ahora pujaba para sacarla de mi pecho. Me abandonó por otra. Mi angustia atravesaba el infinito. Quería gritárselo al océano, porque así de grande era mi pena. Me puse cursi o romántica, ¿es lo mismo?, ¿cómo decirlo? Por las mañanitas tecleaba melancólica nocturnos de Chopin, por las noches releía a Bécquer. “Como se arranca el hierro de una herida, su amor de las entrañas me arranqué, aunque sentí al hacerlo que la vida me arrancaba con él”, escribió el célebre poeta español.

Entre borracheras de falso olvido y gritos a mi almohada desierta, me acordé del profesor del portafolio. “¡Me voy a un cinco estrellas!”. Y cual diva del cine decimonónico --reencarnada a finales del siglo XX-- partí hacia Mar del Plata. Mirar el Atlántico desde un piso doce, tenerlo ahí tan lejos y tan cerca. Desde el jacuzzi se veían las gotitas cristalinas de las olas. Una masa gelatinosa de placer y de pena reptaba por mi cuerpo. Estaba atravesada por la pesadumbre. Me la cargué al hombro y después de cenar rumbeé hacia la playa. Caminé hasta las rocas. (Increíble: hacia finales del siglo XX no era riesgoso caminar por la costa marplatense de noche). Parapetándome en una semigruta, me fumé un porrito. Salí como envalentonada y me enfrenté a las olas. Trepé a una piedra que de vez en cuando era salpicada por el agua. Según pasaban los minutos me iba involucrando con esa inmensidad abrumadora. Los latidos se aceleraron, a pesar del viento frío sentía calor, en fin, me puse cachonda. Parada con las piernas abiertas, mirando la noche marina colmada de estrellas y abrazándome a mí misma, me entregué a un orgasmo espontáneo.

Cuando comencé a aterrizar, apoyé la espalda en las piedras. El cuerpo se tranquilizó, levanté la vista por arriba de mi hombro derecho. Allí estaba, como esperándome, se erguía potente más allá de las rocas. El hotel me ofrecía su alfombra roja. Me acordé de Juan de Garay, que, cuando descubrió el agua color esmeralda y cobalto besando la dorada arena de lo que hoy es Mar del Plata, exclamó: “¡Qué costa galana!”.

Una vez iniciada, estuve en otros hoteles cinco estrellas. Pero daré un salto en el túnel del tiempo hacia otro que, en mi vida, fue tan movilizador como el primero y mucho más intenso y picante. Me faltaba darme un lujo, uno que nunca creí pudiera darme. Fue trece años más tarde de mi noche rocallosa en Mar del Plata. Tenía setenta y tres y una nostalgia imborrable respecto de un hotel que, en realidad, nunca había pisado. Uno en particular.

Brillaba incandescente en mi memoria como el sumun de los hoteles. A mis nueve años lo había visto de lejos, entre montañas, por primera vez; estaba con mi padre y mi hermana mayor, ni nos acercamos. Bastante más de medio siglo después lo volví a ver.

Estaba igualito. Mejor dicho, lo habían ampliado a más del doble de su volumen original, pero con tan buen criterio que, desde los lugares estratégicos, al menos para mí, lucía igual. Y aun donde era evidente, lo agregado no molestaba porque conservaba el estilo: paredes de piedra, profusión de madera, jardines entrañables, techo de tejas rojas. El casco original no había sido alterado, al menos eso creí. El paisaje espectacular que lo rodeaba tampoco, y si había cambiado, seguía siendo armónico y majestuoso. Allí, en lo alto de una montaña, rodeado de parques y bosques, coronado por la precordillera yacía el gigante. Flores por todas partes, profusión de rosas mosqueta. Manchones anaranjados de amancay. Chorritos cantarines que surgían no se sabe bien de dónde. Todos iban a parar al espejo de agua que oficia de gran anfitrión desde ventanas, balcones y terrazas. Allí estaba el Llao Llao con un lecho celeste rendido a sus pies, el Nahuel Huapi.

Arribé el 2 de enero. Tan pronto como me instalé quise contratar un paseo para la jornada siguiente. Pero me informaron que hasta después del Día de Reyes no trabajaban las empresas de excursiones. Me sugirieron tomar un remís, ellos podían convocar a uno de confianza. Acepté. El día amaneció espléndido. Mi cuerpo acostumbrado todavía a la ropa urbana, trajecitos, zapatos, cartera, sintió un ruido de rotas cadenas cuando me percibí a mí misma en los espejos orlados de seres alados. Caminaba por las alfombras acolchonadas de los pasillos con jean, remera, zapatillas deportivas y un bolso décontracté. Me sentí liviana y feliz. El remisero me esperaba en el lobby. Un cincuentón rubicundo, sonriente y pintón. “Con todo respeto”, me invitó a ocupar la butaca delantera “para disfrutar mejor el paisaje”, dijo.

“Justamente venía pensando en eso”, contesté. Comenzó un paseo de ensueño. No recuerdo el orden de las paradas, pero surgen al azar: Valle Encantado, los Siete Lagos, el embravecido río Limay, la icónica serenidad de Villa La Angostura. Me parecía sobrevolar el paraíso en una alfombra mágica. El remisero se ponía cada vez más cariñoso. Me pareció percibir intención de levante, pero no lo podía creer. En algún momento nos dijimos la edad, era diecisiete años menor. Los he tenido con bastante más diferencia etaria (después de mis cuarenta, siempre más jóvenes que yo), pero en los últimos tiempos ya casi no me abordaban y menos así, de repente. Me sentí como una niña de quince años de mi época, cuando la virginidad se extendía hasta el día del casamiento y el cortejo --o el acoso-- era constante.

Estábamos por llegar a un arroyo de encanto especial. “¿Bajamos?”, me dijo el conductor. Me apresuré a decirle que sí. Junto al agua había un tronco que invitaba a sentarse. Me quedé ahí, fascinada por el paisaje siempre bello de Bariloche. El agua se tropezaba entre las piedras, como apurada para entregarse al lago. El irlandés (así lo bauticé interiormente por su aspecto) se sentó a mi lado. Pidió permiso para tutearnos, me pasó el brazo por el hombro y me comió la boca sin más preámbulo, de repente, como lo esperaba y lo temía al mismo tiempo. Me zambullí en esa circunstancia que ya creía perdida para siempre. No es que el hombre me gustara tanto, me gustaban los besos, las caricias, los abrazos. Cuando nos íbamos de ese remanso descubrí en un cartel de troncos el nombre del arroyo: “El Estacazo”.

Iniciamos un raid demencial, a lo Thelma & Louise, pero sin robos ni violencia. El punto más alto de aquella locura fue el Valle del Viento. El mirador bordea la cresta de una formación rocosa cuyo acantilado, de más de cien metros de altura, se hunde en el lago Traful. El viento huracanado rebota en los peñascos y devuelve pequeños objetos. El irlandés tiró una piedrita y la tuvimos que esquivar a su regreso tipo búmeran. Hay que tomarse fuerte de las barandas. Y así --resistiendo el viento-- me abrazaba y besaba a despecho de los turistas que parecían entretenidos con el espectáculo extra. A eso de las tres de la tarde reparamos que no habíamos almorzado. Todo cerrado. Encontramos un quiosco de montaña y seguimos viaje a puro pancho y gaseosa.

En los hoteles de categoría no hay lugar para los célibes, y si lo sos, igual pagás doble. ¿Las habitaciones? Por lo menos para dos. Como me había registrado sola, entrar acompañada me daba pudor, pero no estaba dispuesta a perderme un encontronazo íntimo en esa habitación suntuosa, de película. Así que cuando me preguntó adónde iríamos, no lo dudé: “¡Al Llao Llao!”.

El portero de la entrada exterior, la de autos, nos miró con esa especie de autoridad que creen tener los que portan gorra institucional. El remisero le dijo la verdad: traía a una pasajera alojada en el hotel. Recorrimos el sinuoso sendero que lleva al estacionamiento y bajamos del automóvil como si hubiésemos cometido una hazaña. Una travesura no adecuada para una señora mayor. Me resultaba maravilloso. La adrenalina chorreaba. Hollar esas alfombras que me evocaban la ciudad prohibida me excitaba. El fastuoso recorrido entre la conserjería y mi habitación, que tan corto me pareció cuando lo recorrí por primera vez, me resultaba interminable en ese momento en que prefería no cruzarme con nadie. Cuando finalmente cerramos la puerta de la habitación, grité de alegría y aplaudí.

Aunque había otro obstáculo, la higiene. No soporto los “malos olores”. Transpiración, gases, comida en los bigotes, mal aliento, bolas, no los soporto. No era que el irlandés los emanara, al menos no a través de la ropa. Incluso, cuando nos habíamos saludado a la mañana, le había sentido olor a limpio; se acababa de bañar, pensé. Pero estábamos en el atardecer de un día agitado. Y como cierto prurito me impedía sincerarme y no me parecía de buen gusto mandarlo a bañar, le propuse un juego. Iríamos desnudándonos lentamente y a distancia. A nivel sonido podríamos hacer lo que quisiéramos: hablar, cantar, murmurar, callar; el desafío era mantener la distancia. Cuando alcanzáramos la pura desnudez, contaríamos hasta tres y correríamos para ver quién llegaba primero a la bañera. La ceremonia valió la pena. Se iban cayendo los velos mientras levantábamos vuelo.

Bañarse con un desconocido tiene sus riesgos, pero es estimulante. Máxime en semejante bañera, entre agua generosa y aroma de sales. Una pared de cristal permitía ver la montaña. Las coníferas sacudían sus cabelleras contra los vidrios. La morbidez cálida de las pieles enjabonadas me afectaba con pasiones alegres. Secarnos mutuamente fue otra caja de sorpresas. Ritos surgidos desde la calentura misma. Anduvimos deambulando entre besos y chupadas. En algún momento llegamos a la cama.

No-lo-po-dí-a-cre-er. Sentí que un remolino me tragaba y me resulta imposible describir lo que pasó. Me entregué tanto que rocé la eternidad. Logré el olvido. Desaparecieron los recuerdos de las relaciones tóxicas, el dolor de las articulaciones, las preocupaciones cotidianas. Hasta el hombre que estaba hace un rato conmigo fue tragado por esa vorágine que nos encastró y ya no fuimos un macho y una hembra, sino un torbellino. No hay palabra para nombrarlo. ¡Ah!, ¡pero me acuerdo de algo!, ¡sí!, en un momento levanté la vista hacía los ventanales y flasheé. La belleza del entorno me saltó encima, me poseyó, jadeé, me atravesó un estremecimiento interminable mientras sus jugos tibios me inundaban. Ahí no estaba sola como en las rocas marplatenses. La montaña parecía cobijarme, tenía un cuerpo de hombre desnudo en mi cama ¡otra vez! Me abracé fuerte al irlandés y comenzamos una cabalgata enloquecida en la que creo que gané, más o menos, por ocho o diez orgasmos.