"Sus huesitos no dan más"

por Ricardo Serruya (Desde Santa Fe)
05 de febrero de 2018

Ese fue el pedido de una madre desesperada, para que alguien la ayude con la salud de su hija, víctima de los agrotóxicos. Otra historia, una más, en que una familia es sistemáticamente fumigada y el Estado mira para otro lado.

Un audio de wasapp sonó desgarrador: una madre pedía ayuda, decía que su hija lloraba de noche porque le dolía mucho su cuerpo. “Sus huesitos no dan más”, decía con impotencia y desesperación.

La madre se llama María Verón, vive junto a su marido -Humberto- en Lucas González, departamento Nogoyá, en Entre Ríos.

La separan 132 kilómetros de la capital -Paraná-, y recibe su nombre en honor a quien fuera Ministro de Hacienda de Bartolomé Mitre y de Nicolás Avellaneda. Y, como tantas de estas localidades, sienta su economía en las actividades agropecuarias y ganaderas.

Entrando por un típico boulevard, cuando el asfalto se termina y comienzan las calles de tierra, el visitante puede encontrar el club de fútbol de la ciudad y casas bajas que lindan con terrenos baldíos o campos con cultivos.

Campos con soja, productos alterados genéticamente.

Campos fumigados, envenenados.

Nos escondíamos, pero no hay caso, nos agarra un terrible dolor de cabeza y la nena después vomita. Con las primeras fumigaciones vomitaba hasta la leche de pecho.

En uno de los extremos de la ciudad está la casa de María y Humberto: una galería sirve de depósito de algunas bicicletas, de reparo del abrumador sol de enero; también guarda un cartel de madera, algo averiado, portado en alguna movilización: “NO A LA FUMIGACION Veneno tóxico”. Una calle muy angosta separa esa vivienda de un extenso campo, donde hasta hace muy poco, se fumigaba sin control ni respeto por las normativas.

María y Humberto se casaron hace 35 años y tienen siete hijos. “Desde 1982 estamos acá –relata Humberto-, en el mismo lugar. En esa época todo era campo y no había problemas, no sembraban soja y no había fumigación”.

María es de contextura pequeña, de piel castaña y pelo largo. Amable, madraza y abuela. 

Humberto es flaco, alto, de poco pelo, aunque se peina para atrás y lo deja crecer para que caiga sobre su nuca.  

En el regazo de María está su hijita de 7 años, con síndrome de Down. La niña llora de noche porque dice que le duelen sus huesos. “Es todo por la fumigación”, cuenta María, y profundiza: “Si usted viera, el olor es impresionante, nos escondíamos con la nena, pero no hay caso. Nos agarra un terrible dolor de cabeza y la nena después vomita. Con las primeras fumigaciones vomitaba hasta la leche de pecho. La llevamos a Paraná, pero el médico me decía que no era por las fumigaciones. Le mostré que yo estaba todo manchada, y que la nena también. Me dio ibuprofeno y paracetamol y me dijo que no le dé más el pecho”.

Cada vez que María habla de su hija se le llenan los ojos de lágrimas. En varias oportunidades y a pesar de su esfuerzo, se quiebra, llora, le cuesta seguir con el relato.

No puedo correr, me duelen los huesos. Y eso que yo jugaba al fútbol, pero ahora no puedo hacer nada; también me duele el estómago, la cabeza y tengo diarrea.

Las fumigaciones comenzaron en 2010. Y en estos años, una receta se repite: por un largo tiempo, una avioneta de color amarillo esparce venenos en los campos lindantes a la casa de María y Humberto.

Aldana Sasia es abogada y representa judicialmente a la familia. Diferentes acciones judiciales chocaron con la burocracia y la insensibilidad de un aparato judicial que parece mirar para otro lado. La doctora Sasia relata que esta fumigación aérea se realizó sin contar con la debida notificación a los vecinos; sin controlar la acción del viento, que ese día era notable; y sin la presencia de un ingeniero agrónomo, requisitos indispensables que deben cumplirse según las ordenanzas y leyes.

Ante cada nuevo hecho de fumigación, María Verón acude inmediatamente a la seccional policial a efectuar una exposición y a solicitar que se apersonen en el lugar para constatar las distancias ilegales de fumigación. Nunca los agentes policiales acudieron.

Recién el 2 marzo de 2016, luego de otra fumigación y otra exposición en sede policial, hubo una respuesta. Pareció una burla. Se había solicitado que se le exija al dueño del campo la receta agronómica, tal como lo indica la ley. A las pocas horas, personal policial le muestra a María Verón un etiqueta del envase del supuesto veneno utilizado y le dicen que se quede tranquila: “Eso no hace nada, no hace mal”.

Si el aparato judicial es lento y burócrata, el policial puede llegar a ser muy cruel.

Lo relatado por el servidor público se daba de bruces con lo que en realidad sucedía en el cuerpo de María. Ella cuenta que aquel día “el olor fue muy fuerte y -como en otras ocasiones- me llené de ronchas”. Además, su cuerpo ya delataba otras manifestaciones: comenzó a sufrir inflamación laríngea.

El 12 de marzo de aquél año fue sábado, y otra vez el avión amarillo comenzó a vomitar veneno durante horas: otra vez la visita a la comisaría, otra vez exposición policial y otra vez... nada.

Fuimos a Nogoyá, a Paraná y a Rosario. Nunca me hicieron análisis para saber si estoy con tóxicos. Yo quiero saber, antes de morirme, qué tengo.

Esta crónica se extendería demasiado si se detiene en lo sucedido en cada fumigación. Basta con aclarar que los episodios se repiten: durante ocho años, el avión pasa y deja veneno en los campos, en el aire, en el agua y en los cuerpos de los vecinos.

Ante tanto reclamo policial y judicial, el dueño del campo nunca pudo demostrar que cumplía con la ley, pues ni siquiera posee receta agronómica. La única receta presentada dejó en claro su ilegalidad, pues ni siquiera cumplía con los recaudos que cita la normativa legal, ya que no detallaba quién lo compraba, no figuraba domicilio ni localización del predio (solo señalaba Lucas González, pero no la dirección) y no describía el cultivo a tratar.

Aquella receta relata que los productos utilizados fueron glifosato, 2,4-D, diamina, y dicamba. La cantidad usada a su vez era exagerada, pues se ordenaba utilizar en un total de 97,50 litros, para una mínima superficie de 25 hectáreas, lo que simboliza alrededor de casi 4 litros por hectárea.

La única prueba acercada muestra ilegalidad y desprotección.

Como los hechos se repetían, la Dra. Sassia, como representante legal de la familia, presentó denuncias penales. Todas fueron archivadas. Hasta que finalmente llegó un recurso de amparo, donde una de las pruebas aportadas fue el informe sobre agrotóxicos y discapacidad del Defensor del Pueblo de la Nación, que tienen como base el artículo 25 de la Convención de los derechos de las personas con discapacidad, por el cual estatuye a los estados partes a trabajar en la prevención de la discapacidad, y donde se solicita una atención precautoria en aplicación, el principio precautorio para evitar el riesgo de la población.

Este recurso de amparo culminó con un acuerdo en el que el propietario del campo se comprometió a que, si volvía a fumigar, cumpliría las distancias, avisaría previamente, e incluso ofreció pagarle a la familia un hotel en la ciudad de Nogoyá el día que se fumigue. Como dice el conocido romancero español, “Poderoso caballero es don dinero”. La solución era que María y su familia se muden, dejen sus cosas, sus vidas, sus costumbres cada vez que se fumigue.

Aún así, luego de este compromiso, las fumigaciones continuaron, por lo que la Dra. Aldana Sassia presentó un escrito de ejecución de sentencia por incumplimiento. Las ejecuciones de amparo resultan complicadas, ya que no figura -en los códigos de procedimientos provinciales ni nacional- cómo ejecutarse, en caso de incumplimiento. Tal como se ve, y como dice el sabio refrán popular: hecha la ley, hecha la trampa.

Hoy, los cuerpos de María, Humberto y su hijita, siguen expresando molestias y dolores. María estuvo internada en Nogoyá, sufre terribles dolores de cabeza, se le hincha tanto la boca que no puede hablar. Tiene problemas en el estómago, en los huesos, se le hinchan los pies.

Humberto también dice estar mal, acusa dolor en la cintura. “No puedo correr, me duelen los huesos, y eso que yo jugaba al fútbol, pero ahora no puedo hacer nada; también me duele el estómago, la cabeza y tengo diarrea”.

Hay abandono y ausencia del Estado. María y su familia no tienen porque dejar su casa. Las autoridades tienen que arbitrar los medios para que tengan una vida digna.

Como en tantos otros lados, Humberto es víctima de la necesidad. Hace un tiempo trabajaba como fumigador, con mochila en sus espaldas, preparaba el veneno y fumigaba campos de otros. “Dejé de hacerlo -relata, con algo de culpa y resignación- porque me dolía mucho la cabeza. Ahora pasa el avión, y al toque me vuelve el mismo dolor de cabeza”.

Cercados por la inacción judicial y policial, la familia también sufre la inercia de ciertos profesionales de la salud. La misma María muestra un certificado médico firmado el 18 de julio del año 2012  por el Dr. Gustavo Rodijo, del Hospital San Martín, de la ciudad de Paraná, donde solicita “evaluación y examen toxicológico por exposición directa a los agróquímicos”. El mismo hospital desautorizó esa práctica.

Una peregrinación constante para saber qué problemas poseen, choca contra un muro inescrupuloso: “Nunca me hicieron análisis para saber si tengo tóxicos en el cuerpo”, cuenta María con una tristeza que duele. “Fuimos a Nogoyá, a Paraná y a Rosario, y nunca me hicieron análisis para saber si estoy con tóxicos. Yo quiero saber, antes de morirme, qué tengo. Le ruego a Dios y la Virgen que me digan qué tengo”.

UNA PUERTA QUE SE ABRE

Mariela Leiva es docente de alma y se ha convertido en un bastión de dignidad y coraje en la lucha contra las fumigaciones que enferman y matan.

Leiva era maestra en la escuelita rural “República Argentina” de Colonia Santa Anita, en Entre Ríos. El 4 de diciembre de 2014, aquella pequeña escuela comenzaba su actividad de cada día cuando un avión pasó fumigando.

El fuerte y desagradable olor hizo que Mariela cerrara puertas y ventanas, pero no sirvió: al poco tiempo los chicos comenzaron a vomitar. A algunos le aparecieron manchas en la piel, otros empezaron a tener fuertes dolores de cabeza, por lo que debieron ser atendidos en el hospital de la zona, por intoxicación.

Leiva, acompañada por la campaña “Paren de fumigar las escuelas” y el gremio de los docentes públicos entrerrianos AGMER, iniciaron una causa judicial, que se convirtió en el primer juicio por fumigaciones en la provincia de Entre Ríos. Finalizó condenando a un año y seis meses de prisión en suspenso a José Honeker, César Visconti y Emilio Rodríguez, por los delitos de “lesiones leves culposas en concurso ideal con contaminación ambiental” e inhabilitación especial de Visconti como piloto aéreo-aplicador por el término de un año.

Esto es una lucha de la salud por sobre las ganancias, porque el modelo productivo apunta a eso, a las ganancias económicas, a sacar más dinero por sobre la salud y el medio ambiente.

El fallo sienta un precedente a nivel provincial y nacional. Señaló que las sustancias utilizadas son “residuos peligrosos, los que al entrar en contacto con seres humanos, sus componentes provocan daños y alteraciones en la salud”.

Mariela continúa, como Quijote, participando de la campaña “Basta es basta” en Entre Ríos. En una de esas movilizaciones conoció a María Verón, y fue ella quien le pidió ayuda a la docente, si podía hacer algo, interferir con algún contacto, para no morirse antes sin saber si su salud estaba mal por la exposición a los agroquímicos.

Alta, rubia, de unos ojos claros que penetran, siempre atenta a cada requerimiento, Mariela tomó el caso de María Verón y su familia. “Hay un abandono y una ausencia del Estado, y de los derechos de las personas por sobre todas las cosas. María y su familia no tienen porque dejar su casa, no puede suceder, es su lugar, su familia, su casa, es el derecho que tienen -como dice el artículo 41 de la Constitución  Nacional- a un ambiente sano. No tienen que irse de su lugar, tienen que quedarse aquí, y las autoridades tienen que arbitrar los medios para que María tenga una vida digna”.

Docente de alma, se esfuerza por hacer entender que se trata de una lucha justa y necesaria: “Nos movilizamos en todos los aspectos y somos los movimientos ambientalistas los que estamos luchando contra una ley provincial nefasta, retrógrada. Y no podemos permitir que nuestros derechos sean menos que los que hoy tenemos. Esto es una lucha de la salud por sobre las ganancias, porque el modelo productivo apunta a eso, a las ganancias económicas, a sacar más dinero por sobre la salud y el medio ambiente”.

Las declaraciones de Mariela Leiva se acompañan con actos concretos. Desde la campaña “Paren de fumigar las escuelas”, junto a  AGMER, se contactaron con el Dr. Damián Marino, prestigioso científico de la Universidad Nacional de La Plata, que acompaña reclamos y peticiones de vecinos contaminados, quien se comprometió a visitar Lucas González para tomar muestras de sangre a María y a su familia, para que tenga sus resultados.

Mariela Leiva manifiesta lo importante que resulta esta visita del Dr. Marino. “Ojalá  que María no esté enferma, que no tenga consecuencias, es lo que esperamos. Pero si no es así, si está enferma, ella y su familia, vamos a saber las causas de esas enfermedades y eso nos va ayudar también -mira lo horrible de esto- a sentar precedentes para que las generaciones futuras no tengan este riesgo”.

Es una puerta que se abre ante tanto silencio, inercia y canallada por parte de los estamentos estatales que nada hacen.

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