Crónica de otra persecución

por Maxi Goldschmidt
18 de agosto de 2017

La travesía de mujeres y niños mapuche para llegar a la Pu Lof de Cushamen, mientras se realizaba un violento operativo que recordó el día en que desapareció Santiago Maldonado. Horas de caminata por la montaña, miedos y una convicción: “Somos parte de la tierra y la vamos a defender con la vida”. Historias íntimas de un pueblo en resistencia.

Ella nunca viajó en helicóptero. Ella nunca había escuchado tan cerca el motor ni las hélices de un helicóptero. Ella, que tuvo que esconderse, nunca se había escondido de un helicóptero.

Ella, una anciana de la lof (comunidad). Una lamién: una hermana, en mapuche.

El helicóptero, parte del operativo “hollywoodense” que ordenó el juez Guido Otranto.

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Con el mismo miedo y la misma convicción de esa lamién, otras dos mujeres fueron las primeras en toparse con el ejército ambulante: más de 150 oficiales de la Policía Federal, de Río Negro, de Chubut, Aeroportuaria, efectivos de Prefectura, gomones, drones, buzos, perros.

Y un helicóptero.

Dos mujeres se pusieron adelante para pedir explicaciones por semejante operativo. El juez, rodeado de efectivos encapuchados y armados para una guerra, las ignoró.

Todos esos hombres armados, las pasaron por arriba. Y el rastrillaje fue, bajo decisión judicial, por las malas o por las malas.

Ante tamaña demostración de fuerza, los peñi (hermanos), volvieron a correr tierra adentro. Volvieron a cruzar a las apuradas el río Chubut. Volvieron a vivir el 1º de agosto, cuando fueron perseguidos a los tiros por Gendarmería. Luego, no se supo más nada del Brujo, ese compañero no mapuche del que pocos sabían su nombre. Del que nadie conocía el apellido, “porque acá no se pregunta el apellido”.

Hoy, todos saben su nombre: Santiago. Y su apellido: Maldonado.

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“Salimos a buscarlo por todos los escuadrones de Gendarmería y comisarías de la zona. Al recibirnos nos decían: 'Espere un segundo', y tardaban y tardaban. Después aparecía otro gendarme que nos decía lo mismo. Y así en cada lugar adonde fuimos. Se acababan de llevar a nuestro compañero, pero nos tomaban el pelo”, relata otra lamién, de pañuelo blanco y violeta, del que sale una prolija trenza negra. Ella, junto a su hijo de diez años, se acurrucó bajo un poncho, entre las ramas, a dos metros de ese río transparente de deshielo.

Ella fue la primera en escuchar el helicóptero.

Enseguida empezamos a camuflarnos.

--Sáquese esa campera blanca-- me dijo la lamién. Fue una orden susurrada. Luego colocó un fardo de ramas arriba del escondite que habían elegido su hija y su sobrina.

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Pasadas las siete y media de la mañana del miércoles llegó el mensaje de texto: “Otranto salió con mucha policía desde Esquel hacia la Lof. Asistir. Difundir”.

Unos minutos después, en medio de llamadas urgentes a miembros de la comunidad, periodistas y organismos de Derechos Humanos, un auto salía de El Bolsón rumbo a la Pu Lof en Resistencia del Departamento de Cushamen, a poco más de 60 kilómetros al sur por la ruta 40. Adelante, dos lamién; atrás, la hija de una de ellas y los ojos de Cítrica.

El sol –tímido aún– no le daba a las cumbres del Piltri esa blancura tan blanca que ya se notaba más espesa que el día anterior: arriba, había nevado a la noche.

En el zigzagueante camino de montaña, mientras la señal lo permitía, los teléfonos ardían. Había que avisar. Había que saber algo más de lo que estaba pasando. De la mano de enfrente, cuatro caranchos se disputaban un animal atropellado. En el estéreo sonaba una banda de rap mapuche. Pero desde diferentes comunidades informaban que las radios, en ese momento, mentían: “La ruta está cortada por una protesta mapuche”, repetían.

En el camino viejo de El Maitén constatamos lo que ya nos habían advertido por mensaje: los tres accesos posibles a la comunidad, interrumpidos por orden del juez Otranto.

Allá adelante, seis efectivos y dos móviles impedían el paso: uno de la Federal, otro de la Policía provincial.

No nos dejaron pasar. De mal modo nos pidieron que nos identificáramos, y cuando le pedimos lo mismo se alejaron del auto. Acto seguido, dos de los efectivos sacaron sus teléfonos celulares, y comenzaron a filmarnos. Grabaron el auto de frente, de costado, nuestras caras y la patente. “Esto es cosa de todos los días para nosotras”, dijo una lamién.

De la nada, apareció una camioneta de Gendarmería. Bajó la velocidad y prácticamente rozó el auto.

“Vamos, se está poniendo feo”, dijo una lamién. Apenas dimos la vuelta, nos topamos con otros dos vehículos, manejados por mujeres de la comunidad.

“Hay que llegar como sea, la última vez que hubo un operativo así ya sabemos lo que pasó”, dijo una lamién. En dos segundos, los tres autos volaban por un camino vecinal. La idea era ingresar por atrás a la lof, pero era difícil. Benetton invirtió en el territorio: alambrados y tranqueras.

Buscaron un lugar, entre los árboles, relativamente escondido para los autos. Y comenzó la caminata. Éramos dieciséis personas. Todas mujeres y niños de la comunidad, un peñi y los ojos –más abiertos– de Cítrica.

Nadie tenía señal en los teléfonos.

Desde la altura se veían delimitadas las plantaciones de pinos, otro de los emprendimientos del empresario italiano dueño de casi un millón de hectáreas en la zona. Y más allá, antes de la ruta, se divisaban móviles y móviles de las diferentes fuerzas que realizaban el operativo.

“Hay que llegar a lo alto y hacer un fuego, para que sepan que no están solos. Que nosotros estamos acá, acompañándolos”, dijo la lamién que iba adelante, a paso apurado. Atrás de todo, la más anciana quedaba rezagada, llevada del brazo por una joven.

Cada tanto frenaban y la esperaban.

“No se preocupen por mí. Yo llego hasta donde llego. La prioridad es la prioridad”, decía la abuela, que vestía dos ponchos, jogging azul gastado y zapatillas negras.

A lo lejos se veía un tinglado blanco. “Esa es la comunidad Vuelta del Río. En 2003 hubo un desalojo muy violento. Subieron hasta con tanques. Allí hay un proyecto para hacer una escuelita mapuche. Pero hace tiempo que lo tienen parado”, dice una lamién, que también va describiendo la vegetación: “Palo de piche, pata negra, michai, charco, neneo, coirones; esas matas altas son cepa de caballo. Y eso de espinas grandes, es moye; antes se usaban para hacer agujas. La mayoría se usa para Lawen, nuestras medicinas; o también para teñir”.

En la larga caminata, con la cordillera siempre de testigo, se veían a kilómetros casas de madera perdidas en la nada, ovejas desperdigadas o en grupitos, algún que otro caballo, y más de cien cabras corriendo. Y en el medio de esa inmensidad, una zapatilla Adidas perdida.

Sólo por momentos, el viento soplaba.

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A pocos metros del río Chubut, cerca de la orilla, una manta verde y negra hace las veces de puerta. En una ventana mal tapada, un nylon negro se sacude y hace gritar al viento. “Acá quédese usted, ñaña, escondida cerca”, le dijo la lamién que iba adelante, a la anciana que ya casi no podía seguir.

“Tengo una vértebra quebrada. Pero si me quedo en casa es peor, porque estoy muy nerviosa, sin saber lo que está pasando”.

Unos pasos más y estábamos, por fin, dentro del territorio de la comunidad. “¿Pero qué hacemos con él? No es mapuche, no puede entrar”, dijo una lamién y miró a los ojos de Cítrica, ahora gigantes.

Es una decisión de los últimos días. Algo que tiene que ver con la espiritualidad mapuche. Algo que saben que es difícil de entender para el “winka”, para el no mapuche. Por eso se miraron, hicieron una ronda y después de unos segundos, una lamién dijo: “El territorio ya está invadido, está militarizado. Si todas nos hacemos cargo de la decisión, que venga con nosotras. Y si aparece la policía, que diga que es periodista, eso puede ser una protección”.

Todas estuvieron de acuerdo y empezó el tramo más tenso. Casi enseguida ocurrió la secuencia del helicóptero. Duró esos pocos segundos, que suelen ser eternos. A partir de ese momento, todo fue susurros, y mirar constantemente para arriba. Íbamos bordeando el río, en una zona muy tupida, de ramas secas.

“Por acá intentó cruzar el Brujo”.

Pocos metros adelante, nos detuvimos. Tomamos agua y nos sentamos, mientras el único peñi que venía con nosotros fue a inspeccionar el camino.

Uno de los chicos, de vincha verde y azul, con los mocos colgando, jugaba con un palito. Lo doblaba y trataba de trenzarlo. “Esto es una trampa para ratones”, decía.

Sentado sobre ramas o piedras, prácticamente en silencio, todo el grupo esperaba, semioculto. ¿Qué hubiera pasado si en ese u otro momento nos descubría el “ejército” de Otranto?

“Si aparecen, usted diga que es periodista. Igual ya estamos acostumbradas. Por más que nos vean, nosotras tenemos que seguir. Hay que llegar, para garantizar la integridad de nuestra gente. Seguro nos peguen por más que estemos con los chicos, como tantas otras veces”.

Un ruido de pájaro rompió el silencio. ¿Un grito? “Sí, vamos”, dijo una lamién. Subimos una loma bien empinada, y desde la altura vimos cómo las tres cuadras de móviles se retiraban por la ruta.

El operativo había terminado.

Dos lamién fueron a buscar a la abuelita, que se puso contenta cuando se enteró de que todos estaban bien en la lof, y que la Policía se había ido. “Tiene para escribir un libro con la historia de la lucha mapuche. Puede empezar así: 'Esta es nuestra tierra. Acá es dónde tenemos que estar, con nuestra gente'. Y puede terminar así: 'De acá, no nos vamos ir'”.

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